lunes, 13 de febrero de 2012

Leo Maslíah


La Bolsa de basura
                                                    por Leo Maslíah


Rodríguez salió de su casa para ir a trabajar, y llevó una bolsa de basura para dejarla, de camino, en el tacho que había en la puerta del edificio.
Pero al acercarse detectó la proximidad de un agente perturbador, un elemento desestabilizador de la posible calma que acompañaba el automático, necesario, comprensible, habitual, perfectamente justificado, cívico acto de tirar la basura. Se trataba de un individuo que, arrodillado junto al tacho, extraía de allí restos de alimentos, los cuales clasificaba y separaba en distintas bolsas que traía consigo, según el contenido proteínico, el tenor graso o el nivel de adición vitamínica que tuvieran: para esto no se servía de instrumental técnico alguno, excepción hecha de una protuberancia que él llevaba incorporada al rostro y con la que medía con precisión asombrosa el índice de putrefacción operante en cada residuo alimentario, ya que entre dos mitades de cáscara de naranja aparentemente iguales, el individuo descartaba una y se quedaba con la otra, y no era porque estuviese en condiciones de tirar manteca al techo. En efecto, su nivel de ingresos no parecía ser muy alto, a juzgar por unas pequeñas roturas visibles en un costado de su toga de arpillera.
Rodríguez empezó a vacilar. Luego siguió haciéndolo. No podía tirar la bolsa en el tacho porque la cabeza y las manos del perturbacionista obstruían la entrada. Por otra parte, algo había que hacía dudar fuertemente a Rodríguez sobre la pertinencia de utilizar la fórmula de cortesía “con permiso”. En cuanto a dejar la bolsa en la calle a cierta distancia, eso sí que parecía grosero, siendo como era tan evidente que el individuo iría a recogerla. Pero dársela en las manos no dejaba de constituir para Rodríguez una ofensa, atendiendo el contenido repugnante de la bolsa. En cuanto a si para el otro ese acto podía resultar ofensivo o no, es algo difícil de prever. Más allá de sus intenciones  de apropiarse de la bolsa, podía contar con una dosis de orgullo que lo hiciera fingir que sólo estaba buscando un arete que se le había caído.
Otra posibilidad que consideró Rodríguez fue dejar la bolsa junto al individuo, pero abierta, como demostración de amabilidad, dando a entender que no ignoraba sus intenciones de revisarla. Pero todos estos pensamientos pasaron con mucha rapidez por la mente de Rodríguez. Vencido por la ambigüedad contenida en el acto de darle a alguien algo que es una porquería, siendo que este alguien tiene de todas formas mucho interés en recibirla, Rodríguez pensó en otro tipo de salida. Por ejemplo, darle al individuo una limosna. Sin embargo, el análisis de esta posibilidad le reveló que eso no lo libraría del dilema de qué hacer con la bolsa. Sea cual fuere la magnitud de la limosna, era evidente que nunca bastaría para consolidar en el otro una posición económica suficientemente holgada como para abandonar el hábito de hurgar entre los tachos de basura.
Rodríguez empezó a retroceder.
Mientras lo hacía siguió examinando otras posibles maneras de deshacerse de la bolsa. Consideró no dejar la bolsa, sino sólo su contenido, vaciándolo en las manos del individuo. También consideró el dejarle la bolsa cerrada y decirle: “mire, le dejo esto, y sé que lo va a abrir; no me gusta la idea pero sé que es lo único que usted puede hacer para vivir; yo quisiera ayudarlo, pero no puedo por razones salariales, etc”. Luego pensó en vaciar la bolsa en el tacho del edificio vecino, pero volver luego y tirar la bolsa vacía en el otro tacho, mostrando su voluntad de evitar entregarle basura al otro, pero mostrando al mismo tiempo también que no era su intención hacerle un desaire ni fingir que no lo había visto ni que lo había visto pero no quería roces con él.
Ninguna de estas opciones satisfizo a Rodríguez. Siguió retrocediendo de nuevo en el edificio. Subió las escaleras y, sacando las llaves de su apartamento, consiguió, luego de unos minutos de esfuerzo, abrir la cerradura permaneciendo él de espaldas a la puerta. Así entró, y siguió retrocediendo hasta que se topó con la ventana, que estaba abierta. Supo detenerse en ese momento, y permaneció allí quieto como un muñeco de cuerda detenido en su marcha por algún obstáculo, siempre de espaldas a la ventana, con la bolsa de basura en la mano. Y así pasó un rato, hasta que de pronto Rodríguez oyó que desde abajo el tipo le gritaba: “Che, loco, aunque sea tirámela por la ventana”.

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